Un ranking es una fórmula polinómica en la que diferentes
aspectos se ponderan para dar como resultado una clasificación que ordena del
mejor al peor una lista de elementos. Los hay de jugadores de tenis i de
universidades, y su valor, no por mediático, no es nada despreciable.
Con el título de ¿Cuáles
son las mejores y las peores universidades de España? El Mundo publicaba hace unos días el U-Ranking
(Indicadores Sintéticos del Sistema Universitario Español) 2016, elaborado
por el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas (Ivie) y la Fundación
BBVA. Para el caso que nos trae, la clasificación final no importa y sí
bastante más los elementos elegidos para realizar la clasificación.
En la metodología
del U-Ranking se eligen indicadores para evaluar la actividad docente,
investigadora y de innovación y desarrollo tecnológico de las universidades (la
combinación de los resultados de estos tres ámbitos es lo que da el resultado
final). Para cada uno de estos tres ámbitos se consideran cuatro grupos de
indicadores: Recursos, Producción obtenida, Calidad e Internacionalización de
las actividades. Se usan 31 indicadores entre los cuales ninguno se refiere a
la biblioteca.
Durante toda la 2ª mitad del S XX, cantidad fue sinónimo
de calidad, por lo que a las bibliotecas se refiere. Y el tamaño (= calidad) de
las bibliotecas era un elemento constante entre los elegidos para analizar y
fijar la calidad de las universidades. En
1990, la ALA publicó el libro de Nancy A. Van House, Beth T. Weil y Charles R.
McClure 'Measuring academic
lib performance: a practical approach', libro que proponía dejar de
lado los tradicionales indicadores de recursos pasivos (inputs) para pasar a
tener en cuenta los servicios prestados (outputs) y la satisfacción del
Usuario. Hay un buen artículo en el que se pueden apreciar los vaivenes de la
evaluación de la calidad en las bibliotecas universitarias en España entre 1994
y 2006.
Por muy de acuerdo que uno pueda estar en que cantidad no
es calidad, lo cierto es que la evolución de los criterios de calidad, así como
la enorme disrupción que ha supuesto la información electrónica, han dejado a
las bibliotecas fuera de los rankings universitarios. Es significativo que la bibliografía
profesional norte-americana haya dejado de hablar de ‘evaluación’ y –desde de
la aparición del influyente libro
de Megan Oakleaf- hable cada vez más de ‘valor’.
En lo que se refiere a bibliotecas universitarias, los
estudios norte-americanos se están centrando en encontrar evidencias empíricas
que muestren la contribución de la biblioteca para conseguir las metas de la universidad,
el éxito académico de los estudiantes, o para aumentar los resultados de
retención de matriculados. Paralelamente, las bibliotecas públicas han dedicado
esfuerzos importantes en mostrar el valor económico de las bibliotecas.
Sea la que sea la evolución del concepto de calidad en
bibliotecas, lo cierto es que, entre tanta incertidumbre y cambio, los
principales rankings de universidades no usan ningún indicador de biblioteca o
de servicios bibliotecarios. Dada la importancia creciente de los rankings para
las universidades, uno se pregunta hasta qué punto es significativa esta
desaparición de indicadores bibliotecarios en la medición de la calidad de las
universidades. ¿Será que el no estar es el principio del no ser?
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